No se trata simplemente de la observación y admiración física de la portentosa obra arquitectónica incaica, sino también de la interpretación de su significado social, religioso y en cierto modo económico, buscando encontrar en el pasado mucho más que la simple explicación del proceso constructivo o del uso a que estuvo destinada Machu Picchu. En una primera mirada de admiración, el autor nos describe el monumento desde una perspectiva física, precisando que no fue un monumento aislado sino parte de un núcleo de un conjunto de poblados que iban conquistando la vastísima zona selvática. Considerando el número de viviendas y los campos de cultivo de la zona, la aldea mayor resulta ser Machu Picchu, con más de doscientos edificios, la mayoría de los cuales son de esmerada arquitectura, y una población que no alcanzaba el millar de habitantes. Para Valcárcel, Machu Picchu tuvo un carácter predominantemente mágico religioso, favorecido por el entorno físico que refuerza su sacralidad; sin embargo, afirma que no es un monasterio ni exclusivamente un santuario. El avance de los estudios de las religiones, de los símbolos, de los mitos, de la magia, así como el desarrollo de la etnohistoria y el enriquecimiento acelerado de las ciencias antropológicas han permitido reconstruir y comprender mejor los testimonios materiales encontrados. Desde nuestra perspectiva, la contribución más importante de esta obra tiene que ver con el espíritu indigenista del autor. Valcárcel vibra emocionalmente cuando narra las grandezas de Machu Picchu y pone de relieve la creatividad que debió desplegar el arquitecto cuzqueño para dominar el paisaje del Antisuyo. Ciertamente, la calidad académica y profesional de Valcárcel es indiscutible, como invalorable es su aporte a la difusión de Machu Picchu en todo el mundo, especialmente para los estudiosos del pasado prehispánico, aunque también para los turistas atraídos por el prestigio de este impresionante monumento arqueológico.