Barthe, Benjamin

Naplús, laboratorio de la tercera Intifada / por Benjamin Barthe.

El sol embellece a Naplús. Hace brillar la piedra de los edificios. Barre el polvo de las callejuelas de la casba. Su luz libera a la capital del norte de Cisjordania del estrecho desfiladero montañoso donde nació y donde se acurruca durante el invierno. Esta mañana de junio, en la plaza central, un vendedor pregona sus precios a los cuatro vientos. Los puestos instalados en las veredas desbordan de productos. En torno a la rotonda los transeúntes, los taxis y los camiones de distribución de mercadería se entremezclan en una cacofonía de gritos y bocinas bajo la mirada indulgente de tres policías, con la Kalachnikov en bandolera.\\Del otro lado del valle, en una casa escondida en la ladera del monte Ebal, una anciana y su hija miran televisión en silencio. Por la pantalla desfilan las imágenes de la liberación de 400 prisioneros palestinos. Sana Al-Attabeh y su madre observan con mirada inexpresiva. Saíd, el hijo mayor, el decano de los detenidos palestinos, no estaba en los autobuses que devolvían detenidos a los territorios ocupados. Condenado a prisión perpetua por haber organizado dos atentados sangrientos en Israel, desde 1977 se pudre detrás de las rejas. Hace cinco años que ningún miembro de su familia puede visitarlo. El padre murió y la madre está demasiado enferma como para viajar hasta la prisión de Ashkelon.\\Sana dice: "En cuanto a nosotros, sus hermanos y hermanas, durante toda la Intifada las autoridades israelíes se negaron a otorgarnos el permiso. En el mes de febrero accedieron por fin a flexibilizar sus restricciones, pero eso no cambia nada. Hay que tener menos de 16 años o más de 46 para obtener un permiso, lo que no es el caso de ninguno de entre nosotros". Y Sana prosigue: "Los israelíes podrían captar a miles de hogares en torno a la idea de paz liberando en masa a los detenidos. En cambio, cada seis meses los sueltan a cuentagotas y al mismo tiempo detienen a una cantidad igual. ¿Cuándo comprenderán que cuando uno de los nuestros está en la cárcel nuestra vida se detiene?". El sol embellece a Naplús. Hace brillar la piedra de los edificios. Barre el polvo de las callejuelas de la casba. Su luz libera a la capital del norte de Cisjordania del estrecho desfiladero montañoso donde nació y donde se acurruca durante el invierno. Esta mañana de junio, en la plaza central, un vendedor pregona sus precios a los cuatro vientos. Los puestos instalados en las veredas desbordan de productos. En torno a la rotonda los transeúntes, los taxis y los camiones de distribución de mercadería se entremezclan en una cacofonía de gritos y bocinas bajo la mirada indulgente de tres policías, con la Kalachnikov en bandolera.\\Del otro lado del valle, en una casa escondida en la ladera del monte Ebal, una anciana y su hija miran televisión en silencio. Por la pantalla desfilan las imágenes de la liberación de 400 prisioneros palestinos. Sana Al-Attabeh y su madre observan con mirada inexpresiva. Saíd, el hijo mayor, el decano de los detenidos palestinos, no estaba en los autobuses que devolvían detenidos a los territorios ocupados. Condenado a prisión perpetua por haber organizado dos atentados sangrientos en Israel, desde 1977 se pudre detrás de las rejas. Hace cinco años que ningún miembro de su familia puede visitarlo. El padre murió y la madre está demasiado enferma como para viajar hasta la prisión de Ashkelon.\\Sana dice: "En cuanto a nosotros, sus hermanos y hermanas, durante toda la Intifada las autoridades israelíes se negaron a otorgarnos el permiso. En el mes de febrero accedieron por fin a flexibilizar sus restricciones, pero eso no cambia nada. Hay que tener menos de 16 años o más de 46 para obtener un permiso, lo que no es el caso de ninguno de entre nosotros". Y Sana prosigue: "Los israelíes podrían captar a miles de hogares en torno a la idea de paz liberando en masa a los detenidos. En cambio, cada seis meses los sueltan a cuentagotas y al mismo tiempo detienen a una cantidad igual. ¿Cuándo comprenderán que cuando uno de los nuestros está en la cárcel nuestra vida se detiene?". El sol embellece a Naplús. Hace brillar la piedra de los edificios. Barre el polvo de las callejuelas de la casba. Su luz libera a la capital del norte de Cisjordania del estrecho desfiladero montaÒoso donde naciÛ y donde se acurruca durante el invierno. Esta maÒana de junio, en la plaza central, un vendedor pregona sus precios a los cuatro vientos. Los puestos instalados en las veredas desbordan de productos. En torno a la rotonda los transeúntes, los taxis y los camiones de distribuciÛn de mercaderÌa se entremezclan en una cacofonÌa de gritos y bocinas bajo la mirada indulgente de tres policÌas, con la Kalachnikov en bandolera.\\Del otro lado del valle, en una casa escondida en la ladera del monte Ebal, una anciana y su hija miran televisiÛn en silencio. Por la pantalla desfilan las im·genes de la liberaciÛn de 400 prisioneros palestinos. Sana Al-Attabeh y su madre observan con mirada inexpresiva. SaÌd, el hijo mayor, el decano de los detenidos palestinos, no estaba en los autobuses que devolvÌan detenidos a los territorios ocupados. Condenado a prisiÛn perpetua por haber organizado dos atentados sangrientos en Israel, desde 1977 se pudre detr·s de las rejas. Hace cinco aÒos que ningún miembro de su familia puede visitarlo. El padre muriÛ y la madre est· demasiado enferma como para viajar hasta la prisiÛn de Ashkelon.\\Sana dice: "En cuanto a nosotros, sus hermanos y hermanas, durante toda la Intifada las autoridades israelÌes se negaron a otorgarnos el permiso. En el mes de febrero accedieron por fin a flexibilizar sus restricciones, pero eso no cambia nada. Hay que tener menos de 16 aÒos o m·s de 46 para obtener un permiso, lo que no es el caso de ninguno de entre nosotros". Y Sana prosigue: "Los israelÌes podrÌan captar a miles de hogares en torno a la idea de paz liberando en masa a los detenidos. En cambio, cada seis meses los sueltan a cuentagotas y al mismo tiempo detienen a una cantidad igual. øCu·ndo comprender·n que cuando uno de los nuestros est· en la c·rcel nuestra vida se detiene?".